Un comentario sobre las relaciones entre la historia y la novela histórica
Por Horacio Vázquez–Rial
La historiografía tradicional, es decir, la historia que se presenta escrita en tratados, manuales o ensayos, contiene un importante componente de ficción: la sola presentación de los sucesos en un orden determinado, no siempre ni necesariamente el estrictamente cronológico, sino un orden adecuado desde un punto de vista didáctico, supone una intervención del redactor en el terreno de lo que se considera real: una intervención modificadora, una alteración. En el momento en que el historiador inicia el relato de unos hechos, de acuerdo con una jerarquía y con una interpretación particular de su encadenamiento y, por lo tanto, de su sentido, empieza a hacer literatura: deviene creador, en tanto que narrador, al igual que el novelista.
En el párrafo anterior, he escrito con deliberación «el terreno de lo que se considera real», y no «la realidad», porque el punto de partida de toda síntesis histórica es el documento: la crónica, el testimonio, el monumento, la carta, el registro de nacimientos o de defunciones, o cualquier otro factor probatorio de que algo ocurrió: el documento, nunca la realidad. Ya que, si lo que se cuenta en un texto nace de la experiencia personal del autor, de su percepción directa, el texto posee valor documental pero no es historiografía, escritura de la historia.
El material del historiador es el pasado. Y jamás el pasado individual: el que escribe sobre el pasado que ha vivido es un memorialista, no un historiador. El historiador empleará el material que el memorialista -el testigo- produzca, complementándolo con otros, para crear historia.
El territorio en que se mueve un novelista es mucho más amplio: dispone del pasado, del presente, y aun del futuro, y es libre de situar su relato en cualquier punto de la línea del tiempo. Es más: su relato del pasado puede ser absolutamente ficticio: nadie le obliga a respetar documento alguno, ni hecho alguno, ni sucesión cronológica alguna. En muchas novelas se reúnen personajes –inventados, en ciertos casos; históricos, en otros– de diversas épocas en una misma escena o serie de escenas: recuérdese El libro de la risa y el olvido, de Milan Kundera, o Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain (un paradigma fundacional, junto con La máquina del tiempo, de H.G. Wells, de la literatura de viajes en el tiempo, que sigue alimentando una buena parte del imaginario creador literario y cinematográfico.) No obstante, existe una categoría específica en la novela –la novela histórica– cuyos autores trabajan con el mismo material que los historiadores: el pasado. Y en el mismo espacio que los historiadores: un espacio situado entre la leyenda y los documentos.
Se les atribuye, eso sí, a los novelistas, una mayor libertad en la selección de datos y de fuentes. Y es cierto que algunas de las primeras novelas históricas definidas como tales, las que escribió Sir Walter Scott, tienen a menudo poco de históricas: Ivanhoe, por ejemplo. Porque Scott no estaba buscando objetividad, sino creando para su pueblo un pasado heroico, que es lo que hiceron los románticos, en la novela y en la historiografía. El Romanticismo, un movimiento que expresa en lo ideológico el nacimiento de los Estados nacionales modernos, fue una vasta operación de reescritura –reinvención– del pasado histórico, para adaptarlo a un presente nuevo, para satisfacer el requisito político de una justificación mitológica de las naciones.
Mientras la novela histórica romántica avanzaba por los senderos de la libre creación de leyendas a partir de escasas constancias y generosos aportes populares, la historiografía iniciaba un camino propio hacia «lo científico». Un camino señalado por la valorización del documento, por una parte, y una serie de intentos más o menos logrados de interpretación global del pasado en función de determinadas líneas maestras; un camino de ida y vuelta que, tras pasar en los siglos XIX y XX por el positivismo, el materialismo histórico, el malthusianismo, el estructuralismo, la historia de las mentalidades y otros hitos no menos relevantes, ha llegado a la «nueva historia», que valora y hasta sobrevalora el relato casuístico como forma de hacer historia. Los «nuevos historiadores» se decantan por la narración, no ya de la historia, sino de historias puntuales que, sumadas, recompondrían el pasado, del mismo modo en que la historia de cada hombre y cada mujer actual componen el presente.
La mera asunción de la existencia legítima de una historiografía narrativa supone un reconocimiento tácito de la condición ficcional de toda historiografía, por pegada que se encuentre al documento.
Hay que recordar que antes de que la forma confesadamente narrativa, es decir, literaria, de hacer historia encontrase su justificación teórica y alcanzase su apogeo como escuela científica, la Academia Sueca había reconocido el carácter literario de lo historiográfico al conder el Premio Nobel de Literatura a Winston Churchill por su monumental obra sobre La Segunda Guerra Mundial.
Como consecuencia o herencia tardía del Romanticismo, una serie de movimientos sociales de amplio alcance ha venido generando su propia historiografía y su propia novelística (y cinematografía) histórica: el ecologismo, el feminismo, las reivindicaciones organizadas de derechos civiles, de derechos humanos, de derechos a sexualidades, sentimentalidades y modelos familiares no tradicionales, el rescate de razas y culturas condenadas a la memoria marginal, como los indios americanos… En ese proceso de reescritura –relectura– del pasado, debemos incluir desde las varias historias de las mujeres publicadas con extraordinario éxito en las dos últimas décadas, hasta el Bailando con lobos de Kevin Kostner –o sus grandes precedentes: Un hombre llamado Caballo y Enterré mi corazón en Wounded Knee–, desde la vindicación gravesiana de La hija de Homero hasta la originalísima y sabia propuesta de reconsideración de la Antigüedad inventada por el Romanticismo, hecha por Martin Bernal en su magnífica y esclarecedora obra Atenea negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización clásica, que parte del problema de la instauración del antisemitismo en la historiografía de los dos últimos siglos.
En esta reescritura sectorial de la historia, en el punto de cruce entre la renovación historiográfica centrada en lo casuístico, los movimientos feministas y de liberación sexual, y la novela y el cine históricos, hay que situar la Leonor de Aquitania de Tanja Kinkel, escrita al amparo de la más rigurosa atención a los documentos existentes sobre el personaje y su entorno, que, debemos señalarlo, son considerablemente escasos y poco fiables, a pesar de la enorme relevancia de sus actos para el destino posterior de Europa y, por ende, del mundo entero.
La obra de Tanja Kinkel
Por dos veces, Enrique II Plantagenet, rey de Inglaterra, ha sido protagonista de grandes películas, auténticos clásicos del cine: en El hombre de dos reinos –sobre la amistad y el posterior enfrentamiento entre el monarca y Tomás Becket, representado por Richard Burton– y en El león en invierno –realizada a partir de una pieza teatral de James Goldman sobre las tormentosas relaciones del temperamental caudillo con Leonor de Aquitania, encarnada en la ocasión por Katherine Hepburn–. En ambos casos, Enrique tuvo el rostro de Peter O’Toole.
En el epílogo del presente volumen, Tanja Kinkel confiesa que fue la visión de El león en invierno lo que la decidió a escribir este libro, consciente de que la suya no era «una postura objetiva, sino emocional», pero reconociendo también que, gracias a Hepburn y O’Toole, Leonor y Enrique «por fin eran seres humanos vivos y no nombres sobre el papel». Ella se propuso, y consiguió, que los seres humanos devueltos a la vida por el dramaturgo Goldman, eos «leones», verdaderas fieras en la atención a las demandas de sus brumosas almas, siguieran habitando entre nosotros, en su invierno, y también en su primavera de amor, y en su verano de ambición…
Por mi parte, confieso haber leído la novela con la imagen de O’Toole constantemente presente. Y lo apunto porque no es un dato menor: al carácter metaficcional de la novela –compuesta a partir de una gran recolección documental, con todo lo que de ficticio contienen los documentos, pero también a partir de otro relato, reconocido como de ficción, y, lo que es más, una ficción representada— se añade el carácter metaficcional de la lectura, en la medida en que el lector no es un lector ingenuo, sino que cuenta con una información prejuzgante acerca de los personajes, recibida, al igual que en el caso de la autora, como espectador de una representación.
En nuestra época, no hay lector ingenuo. Ni espectador ingenuo. La tremenda, casi inasumible carga informativa no jerarquizada con que se nos bombardea constantemente, lo hace imposible. El cine, con sus músicas de fondo, y la radio y la televisión, con las «cortinas» de sus programas, han llegado a impedir una audición no contaminada de los clásicos: hay sonidos ya inevitablemente asociados con ciertas ideas, con ciertos sucesos, con ciertos valores éticos o estéticos: libertad, tensión, misterio, espacio abierto, mar…
Naturalmente, Tanja Kinkel no se quedó en una suma de nociones vagas y emociones: investigó cuanto se podía investigar en relación con un personaje, como ella misma apunta, «nacido para la leyenda», y teniendo «siempre presente que los cronistas de su época eran monjes que no sabían qué hacer con una mujer como ella, sobre todo en sus años jóvenes, y por eso eran muy propensos a condenarla».
Leonor de Aquitania lo tiene todo para atrapar a un lector: nieta de Guillermo IX, duque de Aquitania y trovador notabilísimo; trovadora sobresaliente ella misma, duquesa de Aquitania y reina de Francia y de Inglaterra; contemporánea de Abelardo y Eloísa, y de Bernardo de Claraval; esposa de Enrique II por amor pasional, y después de haber hecho anular su matrimonio de años con Luis Capeto; madre de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra, nacidos ambos de su unión con Plantagenet; libérrima en su sexualidad, autoritaria, políticamente hábil, poderosa… Además, vivió ochenta y un años: casi todo el siglo XII, clave para la modernidad, por las luchas que se libraron en su curso por la unificación de territorios que iban a dar lugar a los posteriores Estados nacionales: las luchas de los reyes, no siempre triunfantes, poderosos señores feudales ellos mismos –los del vértice de la pirámide–, en contra de otros señores feudales –vasallos rebeldes, reyes vecinos–, en contra de la fragmentación feudal del poder, en pro de la centralización, de la estabilidad de las jerarquías a partir de una ley única, una moneda única, una fiscalidad única, es decir, de unas instituciones permanentes cuya suma resulta en la estructura estatal. Si la guerra tendía a la unificación de territorios, su objetivo era idéntico al de la política de matrimonios de las casas nobles o reales. En ese esquema, el que una mujer como Leonor, ama de Aquitania, se propusiera, y lograra, hacer anular su unión con el rey de Francia, señor de un territorio mucho menor que el de ella, para casarse por amor con un rey de Inglaterra que aún no lo era en los hechos, representaba un auténtico terremoto.
«Nacida para la leyenda» equivale, pues, aquí, a «nacida para la novela». ¿Cuánto es posible investigar acerca de una figura tal? Naturalmente, existe una abundante historiografía «científica» y numerosos documentos, pero aun esa historiografía y esos documentos, ¿hasta qué punto están inficionados por la leyenda?
Por ejemplo, se sabe que, de alguna forma, Leonor medió o presionó para que Pedro Abelardo y Eloísa yacieran eternamente juntos. Pero, ¿fue el encuentro de las dos mujeres tal como se describe en este libro? ¿Cómo y de qué hablaron en realidad? ¿Fue Eloísa a pedirle a la reina el cuerpo de Abelardo, como supone y expone, en una vigorosa escena, Tanja Kinkel?
Se puede partir de unos hechos y de unos rasgos individuales universalmente aceptados, pero el espacio en blanco que resta es enorme. Bernardo de Claraval, como Ignacio de Loyola, era a la vez un asceta y un hombre con un proyecto político, que él entendía y vivía como religioso. ¿Cómo podía relacionarse en la práctica con un carácter como Leonor? Enrique Plantagenet era irascible, ambicioso y autoritario, y condenó a Becket por lo que él consideraba una traición, cometiendo traición él mismo. ¿Tuvo grandes remordimientos a la hora de condenar al que había sido su mejor, su único amigo? ¿Sufrió realmente por la pérdida de esa amistad, o consumó su dictado sin vacilaciones? ¿Se compadecen sus probables e incomprobables escrúpulos con el haber mantenido a Leonor, el amor de su vida, en prisión durante años, hecho histórico irrefutable?
¿Fueron estos personajes tal como aparecen en este libro? Alega Tanja Kinkel, en el epílogo, que las leyendas, y Leonor pertenece a ese campo, «no siempre son hechos verídicos y por consiguiente mi novela es precisamente eso: una novela, no una biografía». ¿Hasta qué punto hay diferencias entre una cosa y la otra? La escuela de la «nueva historia» o «historia narrativa» viene a dar idéntica legitimidad a ambas.
«Walter Scott», escribió Balzac, «elevaba al valor filosófico de la historia, la novela, esa literatura que, de siglo en siglo, incrusta de inmortales diamantes la corona poética de aquellos países en que se cultivan las Letras. Le infundía el espíritu de los antiguos tiempos, reunía en ella el drama, el diálogo, el retrato, el paisaje, la descripción; daba entrada en ella a lo maravilloso y a lo verdadero, esos elementos de la epopeya, y hacía que con la poesía se codease la familiaridad de los lenguajes más humildes.» Walter Scott fue el autor, reiteremos, entre otros incontables títulos, de Ivanhoe. Es decir, contribuyó a la leyenda de un rey tenido por suma de todas las bondades, Ricardo Plantagenet, Corazón de León, y a la de un rey malvado, el perverso hermano de Ricardo, Juan sin Tierra. A esa leyenda hay que añadir la de Robin Hood, tan presente en el espíritu de las gentes en todo el planeta, que cualquier mito posterior ligado a los reclamos de justicia social –justicia que Ricardo estaba muy lejos de encarnar–, se vincula automáticamente a su figura imaginaria. Ernesto Guevara, por ejemplo, como se ha visto en la prensa de estos días, en que se cumplen treinta años de su muerte. Pues bien: en la novela de Tanja Kinkel, Ivanhoe y Robin Hood son dejados a un lado. Simplemente, no aparecen. En una escena, el interlocutor de Leonor parece a punto de mencionar a Robin Hood. Dice: «…y al llegar a los bosques de Sherwood…» Y allí es interrumpido por la reina, que prefiere no oír más. Habiendo aceptado la idea de que se mueve en el territorio de lo legendario, y reconociendo que en su obra «hay muchos detalles que podrían ser considerados como ingrediente novelesco de los hechos», Tanja Kinkel prefiere ceñirse en lo posible a lo comprobable.
La invención de una Leonor de Aquitania rabiosamente independiente y dominante puede resultar particularmente satisfactoria para una lectura fundada en los vagos principios del feminismo vulgar, pero no cabe ignorar que, para no pocas corrientes teóricas del feminismo, puede resultar irritante: un ejemplo de posibilidad en una época de sumisión estricta. Lo mismo ocurre con el Ricardo Corazón de León que se presenta en estas páginas, y con su supuesta, muchas veces discutida y jamás probada homosexualidad. (Tampoco se ha probado su heterosexualidad –¿cómo?¿existe acaso alguna carta de amor firmada por varón o por mujer?–, pero el caso es que se han planteado serias dudas al respecto y más de una figura académica, entre ellas John Gillingham, biógrafo de Ricardo de reconocido prestigio, se ha ocupado del tema.) Ambos, sin embargo, la reina adelantada a su tiempo y el rey homosexual, en tanto que personajes, tienden a la revelación de la «historia oscura de todo el mundo», a la que aspiraba y que definía Fernand Braudel, la historia de ese «todo el mundo» que a veces es palafrenero, a veces labrador, a veces pícaro, a veces gobernante. Lo mismo sucede con las situaciones espirituales, los lazos entre padres e hijos –Ricardo, el amado por su madre; Juan, el preferido de Enrique–, los diálogos personales, incontrastables aunque probables, entre enemigos políticos –Ricardo con Saladino o con Felipe II de Francia, Leonor con Manuel Comneno–, donde el odio, el respeto, la inteligencia o la habilidad, y hasta, en ciertos instantes, la admiración mutua, sitúan a los grandes en el plano sentimental de un hombre o una mujer cualesquiera.
Lúcidamente situada en un territorio inestable, Tanja Kinkel puede parecer al lector, en ocasiones, excesivamente didáctica: proporciona fechas, detalla parentescos, expone sumariamente las biogafías de personajes que, en la obra, tienen poco papel: Manuel Comneno, emperador de Bizancio, Saladino. No obstante, hay que decir que lo que pudiera semejar defecto es en este caso virtud, porque son esos detalles, procedentes de la historia tradicional y que cabría calificar de realistas, los que determinan la verosimilitud del relato. La Leonor de Aquitania que nos es presentada en este libro es creíble porque existió, porque estuvo casada con sus maridos, porque heredó su ducado y porque fue coronada, sufrió prisión en los castillos que en esta obra se nombran, viajó a Oriente como cruzada, sometió a un mundo a su voluntad… De haber creado un personaje con otro nombre e igual o parecida trayectoria, Tanja Kinkel hubiese fracasado en términos literarios, porque lo que se reclama de la novela no es que cuente la verdad, sino que sea verosímil. En Leonor de Aquitania, la narración es verosímil porque es verdadera. Y, en consecuencia –y ello es aplicable a la novela tanto como al ensayo o al tratado histórico–, deviene verdadera por ser verosímil.
Por si ese mérito, no menor, ocurriera escaso, hay que decir que Tanja Kinkel, al colocar las pasiones de sus personajes en el plano de las pasiones corrientes –esto se define netamente en el encuentro de Leonor y Eloísa, en el reconocimiento de la excepcionalidad del amor de ésta por Abelardo–, abre las puertas a uno de los mayores goces que puede ofrecer la lectura: el juego de la identificación. Millones de mujeres se identifican fácilmente con Anna Karenina, o identifican en ella a la que podrían o querrían ser. Más difícil es, a menos que el mágico poder del novelista lo permita, identificarse íntimamente con personajes femeninos que han entrado en la historia por razones distintas del amor apasionado, heroico y suicida por un hombre que no lo merece: identificarse con una duquesa que vivió hace ochocientos años en una Europa que ya no existe. Eso es lo que sucede en Leonor de Aquitania. Y no sólo con la protagonista, sino también con Enrique Plantagenet o con Ricardo.
Puede, pues, el lector, o la lectora, internarse en la páginas de esta Leonor de Aquitania con absoluta confianza: encontrará la Historia, con mayúscula, al modo académico francés, en igual medida, pero con más placer, que en un tratado, y disfrutará de la historia, con minúscula, al modo sentimental, de una mujer extraordinaria, de los huracanes de su alma, del hombre al que amó, sobresaliente en otros sentidos, y de los hijos que tuvo de él, de los que todavía, y por mucho tiempo aún, hablan y cantan los pueblos.
> Foto: Jorge Zorrilla Pascual