En este segundo aniversario del fallecimiento de Horacio Vázquez–Rial recuperamos el aprendizaje de dos cosas: que el tiempo y la ausencia convierten la memoria en sueño, y que la historia de los hombres es más breve que la sombra que proyecta. Tenía razón cuando lo dijo sobre la primera semana que Tristán pasó en Madrid, en El lugar del deseo: un texto sobre la pasión en el corazón y las razones de una serie de personajes bien lindos entre los que se desdibuja el narrador; con un ensayo integrado además sobre Velázquez y «Las meninas», tratando de encontrar la mirada del hombre que hubo detrás de ambas. «Son saberes elementales, pero las almas crédulas tardan en alcanzarlos», decía.
Dos años ya y al igual que él, sin saber muy bien por qué, dada nuestra breve estancia aquí, continuamos con nuestro registro de estos días, de modo de poder volver sobre ellos más tarde, pasado algún tiempo. Aunque estas páginas sean suyas desde el momento en que nacieron, ¿me permitirá leérselas?
Usted tenía razón respecto a todos nosotros: no nos hemos abandonado a la experiencia en solitario sino que seguimos abrazados a una red que lo recuerda bien, lo sigue queriendo, y aprecia lo que usted nos dejó, el trabajo de su vida. Dos años que nos falta el padre, el amigo, el narrador, el maestro, nos devuelve a la conversación suspendida, retomada y reiterada una y mil veces; una de esas conversaciones en que las opiniones, los sentimientos y los pensamientos de cada uno, sin cambiar en lo esencial, se conectan y conforman nuevos límites con los de los otros.
No obstante, su legado está a salvo, fluye. Al igual que su testimonio en «Sombra de la noche».