Por Horacio Vázquez–Rial
Hasta hace un tiempo, yo no tenía una verdadera necesidad de descansar. De dormir, sí. Pero dormir no es descansar, es sólo una reparación fisiológica. No hace falta detenerse para dormir. He pasado años escribiendo libros de un tirón, haciendo escalas para dormir, comer algo, ducharme, sin interrumpir realmente el relato que fuese, una ficción o una exposición histórica. Una parte de mis libros fue escrita en sueños. En sueños he hablado largamente con el general Perón, con Borges, con el virrey Liniers o con Gustavo Durán.
Ahora sigo durmiendo y soñando, pero experimento un profundo anhelo de descanso. Hay noches en que, cerrado el libro que me acompaña a la cama, quiero que Trotski se calle de una buena vez, que Churchill, a quien tanto quiero, suspenda por un rato sus discursos heroicos, que el ruidoso coro del pasado amaine. Doy por hecho que la naturaleza nos prepara para morir en un plazo razonable y que el cerebro, en cierto momento, pide una tregua. En muchos casos, la ciencia nos permite vivir más que nuestros sesos.
No se trata de que sienta aproximarse al viejo Alzheimer ni a la demencia senil, que, no obstante, pueden sobrevenir el día menos pensado, sino de que los años han ido desgastando la materia.
Un desgaste que se manifiesta mediante la enfermedad, por una parte, la menos grave, ya que podemos enfrentar esa clase de mal con bastantes garantías de supervivencia —lo juro, lo estoy experimentando—; un desgaste que, por otra parte, se manifiesta mediante unas dosis considerables de estupidez, olvidos, malas interpretaciones y otros desastres menores. En alguna parte tengo escrito que los años tienen efectos muy parecidos a los del alcohol y la marihuana: potencian lo peor de cada uno —a veces, raras veces, lo mejor—, inducen a mostrar la cara más fea, esa que nunca quisiéramos ver en el espejo. (Lo más penoso es que, aunque no lo propongamos en un ejercicio de sinceridad, no la vemos: es sólo para los demás).
Pero si se descansa, si no se insiste en reiteraciones ya inútiles —porque no se puede volver jamás a ningún lugar ni a ningún tiempo—, si se abdica a tiempo de uno mismo y se cede el testigo a los sucesores con serenidad, nos ponernos a salvo del más terrible de los pecados: el ridículo, para el que no hay reparación posible.
Dormiré mucho en los días libres que me corresponden por Navidad. Cocinaré, que es una actividad reparadora para la mente y para mis sentidos maltratados por la quimioterapia. He comprado vinos que no conozco para ir probándolos junto al fogón. Prometo no ponerme ansioso por el paso de tortuga del nuevo presidente —no me he alterado por la curiosidad y hasta he pasado de hacer apuestas sobre ministrables en la amable comida de hoy con amigos muy apasionados por la política–. Espero que se callen las voces del tiempo (hace unas líneas, se asomó Perón con una frase que me negué a apuntar tal cual: «De cualquier parte se regresa, menos del ridículo»). No pido mucho: dos semanas de serenidad, sin demasiadas ideas y con menos interrogantes.
Nos vemos en 2012.