Por Jaime Naifleisch
Aquella mañana sería diferente: una pareja de Guardias Civiles llamaba a la puerta del piso de la calle París. La embajada española en Buenos Aires había sido informada de la muerte de un súbdito español y los guardias se ocupaban ahora de comunicar el deceso a su hijo en Barcelona.
Los dos hombres llevaban años sin intercambiar una mirada, una palabra, aunque no había faltado algún contacto indirecto, al necesitar el mayor un auxilio puntual.
Sé que Horacio visitó la tumba de Chacarita, solo, en una ocasión.
Años después llegó a Horacio la noticia de que su madre había dado la callada por respuesta al requerimiento de la Dirección de cementerios en la que se anunciaba que la sepultura debía de ser renovada, y los restos fueron enviados al osario común.
–Nunca más podré ir a decirle unas palabras.
Una cierta angustia ya no lo dejaría.
Por esa razón no puedo entender que dijera a sus hijas que su última voluntad era la de ser sometido al fuego. Y que sus cenizas fuesen esparcidas entre el Mediterráneo y el Río de la Plata, cuando las condiciones hicieran posibles sendos viajes.
El Mediterráneo y el Río de la Plata, ambas orillas de su pasión. Ambas orillas que le dieran la espalda.