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Por Horacio Vázquez–Rial
Hemos perdido el pasado. Nos ha sido expropiado por aquellos que han comprendido que, si poseen el pasado, poseen también el presente. No el futuro, que es una fantasía de la cultura de los siglos precedentes, sobre todo los dos últimos, el XIX y el XX, cuando nuestra especie daba por supuesto que había leyes de la historia que llevaban a alguna parte. Ya nada se da por supuesto, y menos aún eso: la historia, se cree hoy, no lleva a ninguna parte.
Ya hemos pasado 1984. La profecía de Orwell se ha cumplido en todas sus partes. Hablamos neolengua. Estamos vigilados. El pensamiento independiente puede llevarnos a la muerte; o al ostracismo, si nos toca una zona del planeta en que las buenas maneras impidan el asesinato durante un cierto lapso. Y el Gran Hermano no sólo es el más perverso, sino, para colmo, también es el más imbécil, el más codicioso y el más ignorante. Y tiene tendencias suicidas. Para ocuparse del pasado están los intelectuales, que no trabajan en las condiciones del ciudadano Winston Smith en el Ministerio de la Verdad, sino en despachos y aulas de universidades; no hace falta que nadie les lea el pensamiento: realmente piensan lo que dicen.
No hay que asombrarse por nada de ello. Existen antecedentes, sobre todo, en el curso del siglo XX. Los fascismos y los comunismos, su desborde en el nazismo, los populismos y las democracias autoritarias nos prepararon para ello. Y, sobre todo, prepararon a los que se suele llamar dirigentes y hasta líderes.
No voy a decir que eso fuera mejor, porque en muy pocos casos, si es que hay alguno, la sociedad marchó en un sentido, ya no digo que correcto, sino, simplemente, acorde con sus propios intereses. Y el que uno creyera, en tales circunstancias, elegir su camino era un error de proporciones inimaginables.