Por Horacio Vázquez-Rial
Cuando mi experiencia con los libros se reducía a la lectura, me preguntaba cómo habían concebido algunos escritores lo que los críticos llamaban un universo literario o un mundo propio. Obviamente, el Macondo de García Márquez, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti, el Comala de Rulfo. En una ocasión, vi un mapa del territorio faulkneriano y eso disparó mi fantasía por el lado malo, el metodológico o paracientífico. Finalmente, soy un hombre nacido en la primera mitad del siglo XX, cuando en el subconsciente general aún predominaba, sostenida por el marxismo vulgar de los stalinistas, la más podrida de las ramas del árbol de la Ilustración: el positivismo. De modo que mi paradigma seguía siendo el de las ciencias físicas preeinsteinianas. Todo tenía una explicación racional y se podía hacer de acuerdo con un método, siempre sospechosamente parecido al del laboratorio escolar de física y química, en el que los experimentos se repetían ad infinitum, aunque sin la elegante espiral de Bach.
El plano de Yoknapatwpha, más próximo en mi memoria al torpe bosquejo de un pirata que temiera olvidar la posición de un tesoro oculto que a un mapa de verdad, me llevó a suponer un proceso equivocado: Faulkner había empezado por diseñar una región, a la manera de un escenario en el que situar a sus personajes. Ése era el inicio de una larga serie de errores, porque presuponía la existencia de unos personajes cuyos actos, carácter y pensamientos debía tener claros el autor, desde luego omnisciente, a la hora de colocarlos en un lugar imaginario, aunque cartografiado, del viejo Sur, como si de soldaditos de plomo se tratara. En esas condiciones, los relatos tenían que ser construidos casi al completo antes de pasar al papel. Imaginé, pues, a un Faulkner con la cabeza, por fuera ya noblemente encanecida, llena de individuos enteros, con preguntas y respuestas propias, con un destino conocido desde siempre y hasta siempre, sin darme cuenta de que unos tipos así sólo podían estar muertos y que la narración de su existencia desembocaba en la biografía, no en la novela.
Fue duro aprender que las cosas no eran así.
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